En una esquina polvorienta de La Paz, entre el bullicio del mercado y los gritos de los minibuses, se sentaba cada tarde un anciano con una mesita plegable y una caja de madera desgastada. No vendía frutas, ni billetes de lotería, ni baratijas turísticas.
Vendía mapas.
Pero no eran mapas comunes.
—¿A dónde van estos mapas? —le preguntaban los curiosos.
—Depende —respondía él, sin levantar la vista—. Algunos llevan a un lugar que perdiste. Otros, a donde aún no te has atrevido a ir.
Se llamaba Nazario. Tenía 82 años, las manos manchadas de tinta, y una caligrafía perfecta como la de los maestros antiguos. Cada mapa estaba dibujado a mano, con caminos extraños, nombres inventados, islas invisibles, cordilleras con forma de emociones. Algunos llevaban títulos como “El Desierto de las Cosas No Dichas”, “El Archipiélago del Perdón”, o “El Laberinto de los Días Que No Fueron”.
Y cada uno, en una esquina, tenía escrito: “Usar solo en caso de pérdida del alma.”
Al principio, la gente pensaba que era un artista excéntrico. Pero poco a poco, comenzaron a pasar cosas.
Un hombre que no hablaba con su hija desde hacía años le compró un mapa titulado “La Ruta del Orgullo Desinflado”. Días después, apareció con los ojos húmedos y una carta en el bolsillo: “Lo encontré. El camino estaba adentro.”
Una mujer, que había perdido a su esposo en un accidente, pidió el mapa más pequeño. Era solo una hoja con una línea y una palabra: “Vuelve.” Lo llevó al cementerio. Y después, por primera vez en meses, durmió sin pastillas.
Un niño con problemas de habla se llevó un mapa lleno de criaturas mágicas, castillos voladores y palabras inventadas. A los días, comenzó a inventar historias y a contarlas a sus compañeros con gestos y ruidos. Y todos lo entendían.
Un día, llegó Helena, una joven trabajadora social agotada de intentar cambiar el mundo con tan poco. Se acercó a Nazario con una mezcla de escepticismo y ternura.
—¿Y usted… cree que los mapas ayudan de verdad?
Nazario la miró por primera vez a los ojos.
—No son los mapas, señorita. Es lo que uno decide buscar.
Ella se sentó. Le pidió uno. El anciano sacó un pergamino diminuto, enrollado con hilo rojo.
—Este no lo abras hasta que sientas que ya no puedes más.
Ella lo guardó en su cartera. Lo llevó consigo durante meses. Lo olvidó. Hasta que una noche, en un baño de hospital, llorando de agotamiento, lo encontró por casualidad.
Lo abrió.
Solo tenía una frase:
“Todavía no has llegado. Sigue caminando. Te estás acercando.”
Helena salió del baño con una sonrisa que no había usado en semanas.
Tiempo después, cuando volvió a buscar a Nazario, él ya no estaba. Solo la mesita, la caja vacía… y un mapa pegado a la madera, titulado:
“El Lugar al que Llegan los que Nunca se Rindieron.”
Y en esa esquina, donde ya no había vendedor, la gente seguía deteniéndose. Porque hay viajes que no comienzan con un destino… sino con el valor de preguntarse a dónde realmente uno quiere ir.