Cuando un lobo joven se enfrenta al mundo, el padre no le dice: “escóndete, busca refugio, espera que alguien te proteja”.
No. El lobo lo lleva al frío, al hambre, a la intemperie.
Porque sabe que solo allí la bestia interior despierta.
El cachorro tiembla. Tiene miedo.
Pero el padre no lo acaricia para calmarlo.
Lo empuja hacia la manada de rivales, lo obliga a escuchar los gruñidos y sentir la amenaza real.
¿Por qué? Porque el miedo no desaparece con consuelo, desaparece con enfrentamiento.
El lobo joven aprende que huir siempre lo dejará hambriento.
Aprende que la presa no se entrega, se persigue.
Que el territorio no se regala, se defiende con colmillos.
Así se forja un líder.
Así se crea un alfa.
No con caricias y cuentos de hadas, sino con cicatrices, instintos y decisiones.
Los hombres que hoy sufren son hijos de la sobreprotección.
Padres que educaron para huir, no para resistir.
Y ahora, ante la vida, tiemblan como cachorros perdidos en un bosque.
Hermano, un verdadero padre no prepara un hijo para la comodidad, lo prepara para la guerra de la existencia.
Porque llegará el día en que no tenga a nadie detrás.
Y entonces solo quedarán sus colmillos, su fuerza y su coraje.