Un día cualquiera de 1930, en Budapest, un hombre se detuvo a observar cómo unos niños jugaban con canicas en un charco.
Las esferas, al rodar, dejaban un rastro de agua sobre la superficie. Un gesto trivial, casi invisible. Pero no para él.
Aquel hombre se llamaba László József Bíró. Y tuvo una idea brillante: ¿y si una esfera metálica pudiera hacer lo mismo… pero con tinta?
Fue así como nació la semilla del bolígrafo.
Compartió la idea con su hermano György, químico, y juntos se lanzaron a experimentar: necesitaban una tinta especial, espesa, que no se secara al contacto con el aire, y una pequeña esfera que girara libremente, distribuyendo la tinta de forma uniforme.
En 1931 presentaron su prototipo en la Feria Internacional de Budapest. Y en 1938 lo patentaron. Pero aún no era su momento.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, los hermanos huyeron a Argentina. Allí, en un pequeño garaje, retomaron su proyecto.
Al principio, el producto era demasiado caro. Nadie lo compraba.
Hasta que alguien en la Fuerza Aérea británica lo probó y quedó fascinado: a diferencia de las plumas tradicionales, el bolígrafo funcionaba a cualquier altitud. Era perfecto para los pilotos.
Ese contrato lo cambió todo.
En 1943, los derechos del invento fueron licenciados en Estados Unidos por 2 millones de dólares. Pero el salto definitivo llegaría años más tarde.
En 1950, el empresario francés Marcel Bich compró la patente. Aconsejado por un publicista, eliminó la “h” de su apellido y fundó BIC. Aquel mismo año nació el BIC Cristal, uno de los objetos más revolucionarios de la historia del diseño.
Desde entonces, se han vendido más de 100 mil millones de unidades. Se fabrican 20 millones cada día. Y su diseño apenas ha cambiado.
Todo gracias a una esfera que giraba en un charco.